¿Por qué se muerden?

Morder es una conducta común en los niños de edades comprendidas entre uno y tres años. Las razones por las que los niños muerden son diferentes en cada uno, pero en cualquier caso es necesario enseñarles, desde el primer momento, las consecuencias de su conducta y cómo aprender a controlar sus sentimientos.

Morder de vez en cuando forma parte del desarrollo normal del niño, pero cuando lo hace de forma persistente, puede ser motivo de preocupación, tanto para los padres como para los educadores. El mordisco es muy doloroso para el que lo recibe y, además, puede provocar conflictos entre los compañeros. Los niños, una vez que han sufrido repetidas agresiones, tienden a rehusar la cercanía del niño que muerde y terminan aislándolo del grupo. Para poner fin a este tipo de conducta, el primer paso es saber por qué lo hace.

Numerosas razones

Los bebés utilizan su boca porque es una de las partes más desarrolladas de su cuerpo. La utilizan para explorar, para aprender más sobre su mundo, para relacionarse.
Desconocen el dolor ajeno y carecen de autodominio: actúan por impulsos. Tan pronto muerden porque están alegres, como porque quieren conocer los objetos o necesitan aliviar el dolor de sus encías.

El caso de los niños de 1 a 3 años es diferente. A esta edad se tienen que ir incorporando a la vida en colectividad, pero aún no suelen poseer el lenguaje necesario, ni tener las habilidades sociales suficientes para poder comunicarse y hacerse respetar. Morder es una manera rápida de conseguir un juguete o de llamar la atención. También utilizan este recurso cuando experimentan situaciones que les causan estrés o frustración, como, por ejemplo, un entorno desconocido, tener hambre, el nacimiento de un hermano o sentirse agredidos. Otros niños muerden, sencillamente, por imitación.

En la edad preescolar los mordiscos dejan de ser frecuentes. A veces pueden recurrir a este arma para controlar una situación, como autodefensa, para llamar la atención o por una gran frustración o enfado. Pero si a esta edad, un niño muerde de forma persistente, puede reflejar problemas emocionales o de comportamiento, ya que posee las habilidades suficientes para poder expresar sus necesidades y sentimientos sin morder. Es posible que su conducta sea un reflejo de problemas de relación social con otros niños a los que no se quiere someter, el resultado de una disciplina excesiva o severa o una consecuencia de su experiencia como testigo o víctima de acciones de violencia física.

Primero, observar

Una observación minuciosa de las circunstancias en las cuales los niños recurren a los mordiscos puede ser de gran utilidad para averiguar las verdaderas razones que los empujan a morder y, a partir de ahí, tratar de cambiar o evitar este comportamiento. Cuándo y dónde ocurre, quiénes participan, qué sucede antes y después; si el patrón se repite (lugar, momento, mismo niño); si ha habido cambios familiares o en la salud del niño que muerde; qué necesidades puede tener que no estén cubiertas: hambre, cansancio, etc.

Más vale prevenir

Aunque el problema de los mordiscos es normal, no debemos resignarnos a ?sufrirlos• con la esperanza de que desaparecerán con el tiempo, porque en muchos casos no es así. Hay que estudiar cuáles son las situaciones en las que existe mayor riesgo y debemos tratar de anticiparnos para reducir los comportamientos no deseados. Si al niño le están saliendo los dientes o está en una fase de exploración, hay que proporcionarle gran variedad de juguetes y cosas que pueda morder para calmarse (mordedores, galletas, zanahorias frías...).

Si dos niños se suelen pelear a menudo por un mismo juguete, podemos comprar más ejemplares para que jueguen simultáneamente. Si suele morder cuando tiene hambre o está cansado, se puede acortar el tiempo de juego para que coma antes y pueda descansar. Si muerde para llamar la atención, se debería pasar un poco más de tiempo con él, pero siempre haciendo una actividad positiva (leer un cuento, jugar a la pelota...), nunca como consecuencia de haber mordido. Hay que evitar que el grupo de juego se aburra, esté nervioso en exceso o sea demasiado numeroso. Y, por supuesto, estar lo suficientemente atentos y cercanos para poder intervenir con rapidez en caso necesario.

Actitudes coherentes

Para eliminar este tipo de conducta es preciso que padres y educadores intervengan de forma coordinada y coherente. La actitud de todos los adultos ha de coincidir. De nada vale censurar la actitud en la escuela, si se le consiente en casa, o al contrario. Trabajando juntos se identificarán mejor las causas y se responderá de la mejor forma posible.

Siempre hay que transmitir, de forma clara y firme, que la agresión no es aceptada en ningún caso, pero, a la vez, hay que ofrecerle un modelo de conducta adecuado: han de saber lo que esperamos de ellos. Y siempre, se ha de conservar la calidad del vínculo afectivo: hay que tratar de cambiar este comportamiento a la vez que se mantiene con él una relación positiva.

Cómo poner los límites

¡No se puede hacer daño! Es una frase corta que, dicha con firmeza, cualquier niño entiende. Esta norma siempre ha de estar presente, pero seguramente habrá que recordársela en numerosas ocasiones a lo largo de su infancia. Cuando un niño muerde, hay que intervenir con rapidez pero también con calma. Hay que separarlo del grupo de juego (después de haber atendido al niño que ha sido mordido) y mostrarle nuestra desaprobación de una manera que no refuerce el comportamiento. Hay que explicarle, mirándole a los ojos, que a su compañero le ha dolido y que no se le va a permitir hacerlo más. Se ha de tomar un tiempo de reflexión (uno o dos minutos), y no podrá volver al grupo hasta que se haya calmado. Si quiere jugar con los otros, debe parar de morder. También es importante darle la oportunidad de tener una conducta reparadora (ayudar a curar a su compañero, darle un beso, pedirle disculpas...). ¡No me gusta! También los niños deben aprender a expresar su malestar (?No me gusta que me muerdas, me has hecho daño?, ?no me quites la muñeca, estoy jugando yo con ella?). Si aprenden a utilizar el ?no?, minimizarán la posibilidad de que lleguen a ser víctimas.

Hay otras alternativas

Prohibir a un niño ciertas conductas no implica que aprenda cuál es el comportamiento adecuado. Solo sabe que morder no está bien, pero desconoce cuál es la conducta adecuada para conseguir lo que desea. A los niños hay que servirles de ejemplo y mostrarles nuevas formas de relación (utilizar el lenguaje para expresar sentimientos, escuchar al otro, establecer turnos, tiempos de espera, caricias y abrazos, etc.).

Y, por supuesto, hay que elogiar a los niños cuando se estén comportando de forma apropiada (por ejemplo, al pedir permiso a otro niño antes de coger un juguete). El desarrollo del lenguaje y la comprensión son fundamentales para conseguir el autocontrol y desarrollar la confianza personal y la autoestima.

Y, en concreto, a un niño que muerde hay que prestarle especial atención cuando está jugando con otros niños pacíficamente; de este modo sabrá que hay mejores formas de comunicarse y de ser reconocido. Verá que valoramos su buen comportamiento y no tendrá que recurrir a conductas agresivas para conseguir que le hagamos caso.

Lo que nunca se debe hacer

El adulto no ha de morder al niño que muerde, como castigo o para demostrarle lo que duele. Cuando son muy pequeños, no pueden relacionar el dolor que ellos sienten cuando los muerden con el dolor que causan cuando muerden a los demás. No hay que utilizar la violencia ni la humillación para erradicarlas. Hay que recalcar que los problemas se resuelven dialogando, nunca por la fuerza.

¿Y si, aun así, no deja de morder?

Generalmente, cuando se trata el problema de manera firme y coherente, la mayoría de los niños entienden lo que se les dice y enseguida dejan de morder. Pero si a pesar de nuestros intentos, morder se convierte en un problema continuo (sobre todo, cuando el niño sobrepasa los tres años), puede ser necesario buscar la ayuda de un profesional y/o considerar la posibilidad de que el niño esté en un ambiente con menos niños y más atención individual.

Virginia González. Psicóloga y profesora de Educación Infantil

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