La identidad del padre

La identidad de padre comienza a formarse desde el momento en que se desea tener un hijo. Pero ¿por qué deseamos tener hijos, con el sacrificio y compromiso que ello supone?

Al igual que decimos que la cuna psicológica del niño empieza mucho antes de su nacimiento, con las fantasías y deseos de los padres, la identidad paterna se empieza a formar mucho antes de que nazca el hijo, por lo menos desde el mismo momento en que existe el deseo de tenerlo. Durante el embarazo de su pareja, el padre se siente responsable de cuanto le ocurre a su mujer, de las náuseas, de la fatiga..., y se plantea continuamente tanto su capacidad como padre como el apoyo que presta a la futura mamá, lo que le ayuda a prepararse para su nueva identidad. Este compromiso del padre con el embarazo y el parto le hace sentirse menos excluido del tándem madre-hijo y refuerza su propia identidad. Al intervenir en los planes relativos al hijo, se establece una competencia entre los futuros progenitores, necesaria para favorecer el apego con el hijo que esperan y que se convierte en una forma de estrechar el vínculo entre ambos.

Proyección del propio yo

En esta sociedad de bienestar, ¿qué es lo que impulsa el deseo de ser padre a pesar del sacrificio y compromiso que supone• ¿Qué sustenta la relación hijo-padre• Un hijo cambia la vida y, sobre todo, el foco de atención de las personas. Su descanso prima sobre el nuestro, sus deseos sobre nuestras aficiones y sus necesidades sobre nuestras costumbres. A pesar de ello, nos llenan de satisfacciones. El amor parental es una forma de vivir el narcisismo del padre, quien desplaza sus ambiciones y sus esperanzas hacia su hijo. Los progenitores proyectan las imágenes de su modo de relacionarse en el pasado y de su propia psique en sus hijos. Todos tratamos de ver en otros rasgos que pertenecen a nosotros mismos. Y es esa identificación proyectiva, que da lugar a la empatía y a sintonizar con las necesidades del hijo, la que nos vincula con él. Para sintonizar con las necesidades del hijo, los padres tienen que apoyarse en la identificación con partes de su propia experiencia infantil. A un hijo también se le puede ver como portador del potencial capaz de concretarse en un ideal ansiado. Todo futuro hijo encierra la promesa de hacer realidad ideales frustrados. De esta manera, el niño responde a la necesidad de logro y al amor propio de sus padres. Los padres ven en él una proyección de su yo ideal, y por eso pueden tolerar las frustraciones que implica su crianza.

Rectificar pasadas frustraciones

Un hijo nos da, además, la posibilidad de crear una manera de educar. Somos libres de educarle a nuestra manera, pero la forma en que lo cuidamos y el tipo de educación que elegimos está determinado por la reinstauración de patrones del pasado. Los pensamientos, los recuerdos, los sentimientos de nuestros propios padres renacen al tener un hijo. El pasado aparece en las interacciones reales con el hijo. Las imágenes familiares que conservamos se proyectan en nuestros hijos. Llegamos, incluso, a prever su futuro pensando que se va a parecer a algunos de nuestros familiares, y somos testigos de cómo los hijos cumplen con su conducta roles que los padres esperábamos de ellos. Un hijo nos permite rectificar una frustración del pasado y crear una relación nueva e idílica. Así, muchos padres buscan reparar una infancia infeliz procurando al niño la experiencia que desearían haber tenido ellos. Quienes han carecido del afecto de sus progenitores buscan en sus hijos el cariño que les faltó y esperan procurarles el respaldo, la guía y las gratificaciones que ellos no tuvieron de sus padres.

Compromiso de por vida

Con un hijo se cumplen también dos deseos universales: el deseo narcisista de ser completo y omnipotente al engendrar un hijo e identificarse con él, y el de reproducir la propia imagen de uno. De ahí que los varones tiendan, en general, a preferir tener un hijo varón y lo vivan como reforzamiento y confirmación de su identidad masculina. Otra razón que impulsa a tener un hijo es el deseo de asegurar la continuidad del propio linaje, que es una manera de ser inmortal. Y otra más, la vieja rivalidad edípica, porque tener un hijo brinda al hombre la posibilidad de equipararse a su propio padre, y criarlo, la oportunidad de hacerlo mejor que él. Tener un hijo es asumir un compromiso de por vida. Pero un hijo es algo que nadie puede hacer por nosotros. Es la única empresa en la que cada persona es realmente insustituible e imprescindible, y, por eso, exclusiva. En definitiva: ser padre es un honor, una experiencia, recomendable.

Mar García Orgaz. Psicóloga clínica

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