¿Cómo hablar a los niños de la violencia en el mundo?
Guerras, actos terroristas... El eco de la violencia en el mundo también llegaa los niños, incluso a los más pequeños. Y, desbordados por nuestras propias emociones, los adultos nos sentimos desamparados. Cuando los niños nos preguntan sobre «los malos», ¿hay una «buena» respuesta que ofrecerles? ¿Qué actitud, qué palabras pueden calmarlos? La psicóloga Françoise Guérin nos orienta sobre el modo de gestionar las preguntas de los niños.
Aportar matices
A los cuatro, cinco o seis años, el niño tiene un punto de vista categórico: hay buenos y malos, las cosas están limpias o sucias, son grandes o pequeñas... Para crearse referentes, necesita categorizar el mundo, seleccionando y clasificando. ¡Es lo que tiene que hacer a su edad! El papel de los padres y de los educadores es enseñarles que las cosas no son tan simples: un compañero del colegio puede ser «malo» en el recreo de la mañana y «superamigo» por la tarde. Por eso conviene plantearle preguntas: «Dices que es malo, pero ¿cómo es malo? ¿Malo enfadado o malo triste? ¿Envidioso? ¿Brusco?». Hay que encaminarlo a buscar más precisión y, por ese camino, más exactitud: se puede estar enfadado sin ser violento, se puede tener un comportamiento violento sin que ello conlleve maldad, etc. Esto permite introducir la idea de que, aparte de ciertas personas, la inmensa mayoría de la gente no es ni absolutamente mala, ni absolutamente buena... ¡empezando por nosotros mismos! «A veces, tú tienes ganas de apartar de un empujón a tu hermano para cogerle su juguete, ¿no?» «¿Te acuerdas de aquel día en que tiraste tu plato porque estabas muy enfadada?» «Esta mañana te he reñido porque estaba nervioso... a lo mejor has pensado que era "malo"...»
También nos corresponde equilibrar ciertas asociaciones espontáneas: un niño enseguida califica de «bueno» a alguien que le parece guapo y va bien vestido; mientras que alguien que le parece «feo» (¡ay, los juicios precipitados y concluyentes de los niños!) puede ser considerado potencialmente «malo». El señor mal vestido que nos cruzamos por la calle no tiene por qué ser malo; ni tampoco ese compañero de clase que tiene el pelo «raro».
Usar palabras precisas
Estamos de acuerdo: los atentados, los sucesos, las informaciones sobre tragedias escuchadas en la radio o vistas un instante en televisión hacen entrar al niño en otro registro. El adulto que mata no está al mismo nivel que el compañero del cole que da una patada o un mordisco. El niño, espontáneamente, va a emplear la misma expresión familiar «un malo», pero conviene salir del universo infantil y ampliar el vocabulario con términos más precisos: «un terrorista», «un criminal», «un adulto lleno de odio y de rencor». Entre los cuatro y los seis años, a los niños les apasionan las palabras porque les permiten preguntar sobre su sentido. Por lo tanto, no debemos tener reparo en explicar: «Odio quiere decir que alguien ya no puede querer a las personas y ya no le importa nada ni nadie. Pero no es lo mismo que cuando tu estás muy muy enfadado con tu hermana o conmigo: incluso cuando estás tan enfadado, no quieres que ya no estemos aquí nunca más, ni tampoco sientes que nos vas a odiar para siempre». Este tipo de precisiones le ayudan a pensar. También podemos explicar al niño que muchos expertos reflexionan para saber qué induce a esas personas a actuar de ese modo y para intentar curar su odio. Sin embargo, hay cosas que, por más que se trate de comprender con la cabeza, es imposible comprender con el corazón.
Confesar el propio desconcierto
«Al reconocer que me siento impotente, que estoy conmocionada, que no puedo entenderlo, tengo la sensación de que no estoy cumpliendo con mi labor de madre», dice una madre que recuerda que sólo pudo echarse a llorar al enterarse de la noticia del atentado en su ciudad. El llanto de un adulto impresiona, es cierto, pero disimular la emoción sería un error. ¿No resultaría más aterrador para un niño ver que su madre o su padre se muestra indiferente? Las lágrimas expresan que estamos vinculados a los demás, que lo que les ocurre a otros nos afecta también. La emoción de los adultos abre al niño la posibilidad de mostrarse emocionado a su vez y de darse cuenta de que el llanto no es sinónimo de debilidad. Máxime considerando que va a constatar que, poco a poco, los adultos se reponen. Reconocer ante el niño la propia desolación también puede consolarle porque, a menudo, los pequeños deducen que hay que ser omnipotente («¡No ha sido nada!» «No tengas miedo, cielo») y que los adultos nunca tiene miedo ni sienten dolor.
Abordar el tema de la muerte
Sandra nos cuenta: «Por casualidad, mi hijo escuchó en la radio una trágica noticia relámpago. Cuando le expliqué que había habido un atentado en Londres, me preguntó conmocionado "¿Por qué hacen eso?"».
La conmoción de este pequeño es la prueba de que las grandes preguntas existenciales han calado en su corazón, en especial la de la muerte. Ahora bien, si apreciamos la vida es porque existe la muerte. Los atentados forman parte de las ocasiones que nos hacen abrir lo que François Guérin llama «el libro de la muerte». Sentir angustia y plantearse preguntas son signo de que el niño se busca soluciones para acostumbrarse a la idea de la pérdida de la vida, de la pérdida de lo que amamos. El niño construye su imaginario, su pensamiento.
En cierta medida, la cadena de atentados de los últimos meses ha dado en nuestras vidas a la muerte un lugar que tuvo antaño, un lugar que las sociedades modernas tienden a escamotearle. Asumir las preguntas de los niños sobre estos temas tan dolorosos es primordial, aunque no tengamos una respuesta para la pregunta «¿Por qué hacen eso?».
© Bayard Presse-Pomme d?Api 621-Texto: Françoise Guérin-novembre 2017.
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