¡A cortarse el pelo!

Jorge nació con una gran mata de pelo negra indómita y salvaje.

Era un pelo indomable, tieso y muy liso. Tenía una larga cresta y nada de pelo por las sienes. ¡Madre mía!, tenía al Ultimo Mohicanao por hijo. Durante el primer mes intenté peinarle hacia abajo y llevarle con el pelo medianamente arreglado, pero no había manera, por más que se lo intentara, la cresta volvía a su sitio una y otra vez. Y además, era un pelo con un exceso de grasa importante.

Al mes, que es cuando la pediatra me dijo que podía cortárselo, entre mi cuñada y yo, cogimos la máquina y le afeitamos la cabeza. Suena muy drástico y un poco salvaje pero el pelo le había ido creciendo y tenía un centímetro de pelo rubio oscuro y el resto negro, negrísimo, vamos un show.

Con su pelo ya cortito la cosa cambió bastante, el pelo comenzó a volverse domable y la cresta pasó a la historia. Durante los primeros meses, yo fui su peluquera particular. Cuando el pelo ya estaba demasiado largo, le sentaba frente a la tele, le ponía un babero del revés y… a cortar. Ni que decir tiene que no soy peluquera, y que pese a que ponía todo de mi parte cada vez que mi madre veía a Jorge, me espetaba: “ya le has metido las tijeras al niño, ¿no te puedes quedar quietecita?” Y es que, algún que otro trasquilón siempre llevaba. En mi defensa diré que “el cliente” tampoco era fácil y no se estaba quieto.

Desde hace ya un tiempo, decidí colgar las tijeras y llevarle a la peluquería. La primera vez fui con tanto miedo que me llevé cuentos, juguetes y hasta el ordenador portátil para que se entretuviera (vale, reconozco que soy una exagerada). Y, sin embargo, afortunadamente Jorge ni se inmutó. Se sentó en la silla especial, se miró al espejo, puso cara de estar muy concentrado y se dejó hacer sin rechistar. Ayer mismo salimos de la peluquería con cuatro dedos menos de pelo (le crece mucho y muy rápido) sin haber derramado una sola lágrima y con una piruleta de regalo por lo bien que se había portado.

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